jueves, 27 de noviembre de 2008

Prometeo

de Kafka, Franz

De Prometeo nos hablan cuatro leyendas.

Según la primera, lo amarraron al Cáucaso por haber dado a conocer a los hombres los secretos divinos, y los dioses enviaron numerosas águilas a devorar su hígado, en continua renovación.

De acuerdo con la segunda, Prometeo, deshecho por el dolor que le producían los picos desgarradores, se fue empotrando en la roca hasta llegar a fundirse con ella.

Conforme a la tercera, su traición paso al olvido con el correr de los siglos. Los dioses lo olvidaron, las águilas, lo olvidaron, él mismo se olvidó.

Con arreglo a la cuarta, todos se aburrieron de esa historia absurda. Se aburrieron los dioses, se aburrieron las águilas y la herida se cerró de tedio.

Solo permaneció el inexplicable peñasco.

La leyenda pretende descifrar lo indescifrable.

Como surgida de una verdad, tiene que remontarse a lo indescifrable.

Las razones del niño

de Tagore, Rabindranath

Si quisiera, el niño podría volar ahora mismo al cielo.

Pero tiene sus razones para no dejarnos.

Toda su felicidad consiste en descansar su cabeza en el seno de su madre; por nada del mundo dejaría de verla.

La sabiduría del niño se expresa en sutiles palabras. ¡Qué pocos son los que pueden comprender su sentido! Si no habla, es que tiene sus razones.

Lo que más desea es aprender la lengua materna de los mismos labios de su madre. ¡Por ello adopta un aire tan inocente!

Pese a que poseía montones de oro y perlas, el niño vino a esta tierra como un mendigo.

Tuvo sus razones para llegar con este disfraz.

Pequeño, desnudo y suplicante, si simula una completa indigencia es para reclamar a su madre el inmenso tesoro de su ternura.

En el país de la minúscula luna creciente nada entorpecía la libertad del niño.

Si renunció a su independencia tuvo sus razones.

Sabe muy bien que ese pequeño nido, el corazón de su madre, contiene una alegría inagotable, y que la tierna atadura de los brazos maternales es infinitamente más dulce que la libertad.

El niño no sabía llorar. Vivía en el país de la felicidad perfecta.

No le faltaron las razones para empezar a verter lágrimas.

Las entrañas de su madre se conmueven con las sonrisas de su dulce rostro, pero es el pequeño llanto que nace de sus penas de niño el que teje entre ella y él el doble lazo de la piedad y el amor.

La honda de David

de Monterroso, Augusto


Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él -y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David.

Pasó el tiempo

Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.

David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.

Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.

Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.

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